Antes de hablar de la película creo que es importante hablar de los formatos y que cuando salió el video “Aspect Ratios with Sinners Director Ryan Coogler”, me hizo poner la película en mi watchlist antes de escuchar o ver cualquier tipo de reseña. El director da una masterclass gratuita de formatos y explica cómo IMAX 1.43:1 “engancha” al espectador con su verticalidad, mientras que 2.76:1 evoca la épica clásica de antaño, tal como Ben-Hur. Algunas salas incluso cambiaron de ratio según la intensidad de la escena, modulando la inmersión emocional.
La decisión de rodar en IMAX 1.43:1 y Ultra Panavision 70 (2.76:1) no es un gesto nostálgico: es una declaración de intenciones. Cada plano aprovecha lo mejor de lo tangible frente a lo digital, invitando al público a reencontrarse con la experiencia colectiva de la sala grande. Autumn Durald Arkapaw hace historia como la primera mujer cinematógrafa en gran formato IMAX, demostrando que lo analógico puede seguir innovando.
Aquí les dejo esta belleza de video:
Pero la verdadera alma de Sinners late al compás del blues. Ludwig Göransson, colaborador habitual de Coogler, investigó en Clarksdale y Memphis con leyendas como Buddy Guy y Cedric Burnside para ofrecer un score vivo y orgánico que impulsa la trama desde su raíz emocional. La canción principal, “I Lied to You” de Raphael Saadiq, canaliza la tensión histórica entre la iglesia negra y el juke joint, uniendo espiritualidad y rebeldía en cada nota.
En el juke joint, el blues se convierte en un portal temporal y cultural.
La escena central transcurre bajo la luz tenue de lámparas colgantes, mientras un trío de músicos impulsa un ritmo hipnótico que hace vibrar cada tabla de la tarima. En ese espacio, los acordes del piano y el lamento de la guitarra transportan a los espectadores simultáneamente al pasado de los esclavos que encontraron en el blues un himno de resistencia, al presente de una comunidad que reivindica su voz, y al futuro de todos los géneros —rock, hip-hop, soul— que beben de esa raíz sonora. La estética visual remite directamente a la pintura de Ernie Barnes, cuyas figuras alargadas y en movimiento capturan la energía colectiva del baile y la música. Barnes inspiró la portada de I Want You de Marvin Gaye y ha sido reivindicado por numerosos artistas negros que encontraron en su trazo un reflejo de su propia expresión. Coogler rinde homenaje a esa tradición al encuadrar planos amplios que imitan la pincelada de Barnes, fusionando imagen y sonido en un rito de comunión cultural.
Mi vivencia personal en la sala reforzó esa conexión incómoda: me tocó sentarme junto a alguien que tenía activadas las notificaciones con flash en su celular —una función pensada para personas sordas—, y cada destello era como un latigazo de luz en la penumbra. Un ultraje a la concentración. Un vampiro sorprendido por el amanecer. Con cada parpadeo, me costaba más no odiar a la humanidad entera.
Y sin embargo, mientras la luz me sacaba de la película, algo en el mensaje de la historia me seguía arrastrando de vuelta. La película hablaba, justamente, de una humanidad que había perdido la fe en sí misma, en su capacidad de obrar bien. Y esa misma desesperanza —esa sospecha de que ya no podemos confiar en el otro, de que somos más dolor que empatía, más egoísmo que comunidad— me pareció dolorosamente actual. Como si estuviéramos volviendo a sentir ese mismo cansancio moral, esa falta de esperanza en el comportamiento humano, en un mundo cada vez menos humano.
Frente a la promesa de un mal utópico —que ofrece libertad a una comunidad esclavizada y la ilusión de vida eterna a través de la muerte—, la película nos recuerda que no basta con ofrecer un espejismo de emancipación para que el ser humano renuncie a su existencia. La vida, con sus dolores y sus luchas, guarda un valor intrínseco que ninguna promesa, por seductora que sea, puede suprimir. Porque la verdadera libertad no se conquista mediante la violencia o el sometimiento, sino a través de la dignidad, la capacidad de elegir y la solidaridad con los demás. Da miedo lo sé.
Y aunque hay vampiros y escenas escalofriantes, Sinners no se va por generar terror fácil. El verdadero horror no viene de los colmillos ni de la sangre, sino del racismo institucional del sistema Jim Crow. La película usa la figura del vampiro como metáfora de la deshumanización sufrida por la comunidad negra. Cuando Michael B. Jordan (Smoke) aniquila a vampiros negros, el dolor es íntimo, confuso, cargado de contradicción; pero cuando se enfrenta al KKK, la violencia se siente justa, liberadora. Queda claro que el mal absoluto no es la monstruosidad sobrenatural, sino el racismo humano. Porque los racistas, en esta y en todas las historias, siempre serán los verdaderos villanos. Siempre.
Esa lectura política se matiza con un epílogo que nos traslada al Chicago de 1992, donde Sammie se reencuentra con sus antiguos aliados vampíricos. Es un cierre melancólico, cargado de nostalgia por los lazos perdidos, aunque al mismo tiempo diluye parte de la tensión acumulada en el clímax sureño. Aun así, el contraste entre ambos escenarios —el Mississippi opresivo y la ciudad diversa— ayuda a subrayar que el conflicto no termina, solo cambia de forma.
Sinners también funciona como un homenaje al cine de terror clásico, especialmente al de George A. Romero. Aunque la trama recorre distintos escenarios —el delta, la iglesia, la ciudad—, su corazón late con más fuerza en los espacios cerrados, como el juke joint o la vieja iglesia. Son lugares donde la tensión se condensa, donde la claustrofobia se vuelve atmósfera. Así como Night of the Living Dead (1968) encapsulaba el miedo y la desconfianza en una granja aislada, Coogler convierte el juke joint en un microcosmos de opresión y resistencia: cada pasillo, cada sombra, cada sonido se convierte en un personaje más que amplifica el horror real del racismo.
Finalmente, el componente sobrenatural se ancla en lo cultural. La magia negra de Louisiana —el hoodoo, sus rituales— y la presencia de comunidades choctaw con sus tambores fife-drum, no sólo añaden textura sensorial a la narrativa, sino que aterrizan la ciencia ficción en tradiciones vivas. En lugar de usar lo fantástico para escapar de la realidad, Sinners lo emplea para recordarnos que incluso lo más irreal puede tener raíces profundas en la historia y el dolor de un pueblo.
En tiempos en que la segregación convertía la libertad en un anhelo inalcanzable, la inmortalidad vampírica funciona como metáfora extrema de emancipación: la única forma de escapar de las cadenas humanas y sociales. Sinners es, en última instancia, un canto a la resistencia cultural, una reivindicación del cine analógico y del blues como fuerza narrativa, y una reflexión sobre cómo el horror puede iluminar nuestras propias sombras.
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