Aunque suelo tener el privilegio de evitar las horas pico de tráfico, esta vez me vi inmerso en el caos diario que tantos compatriotas enfrentan. En medio del relajo, pasó caminando un vendedor de semillas de maní. El típico señor con camisa a media panza y gorrita del Real Madrid. Me ofreció una bolsita por un dólar y se la compré. Llevaba una sonrisa amplia, como si el caos fuera su mejor vitrina. Mientras yo contaba los minutos perdidos, él contaba las fichitas ganadas por haber estado listo para el momento justo. Unos metros más adelante, noté que el conductor del carro a la par tenía a Bad Bunny a todo volumen. Lo miré de reojo: iba dándolo todo, perreando al volante como si estuviera en una fiesta y no atrapado en una fila infinita. Me pregunté: ¿es esta tolerancia admirable o simplemente resignación? ¿Nos acostumbramos tanto al tráfico que ya no lo sentimos como tragedia? Luego me puse a editar un par de videos para mi Tik Tok porque la fila de verdad que no avanzaba. Durante un breve episodio. me llene de esperanza porque la fila empezó a avanzar, pero rápidamente me di cuenta que era por una caravana de funcionarios públicos escoltados que sí tenían el privilegio de avanzar de manera normal. En resumidas cuentas tuve tiempo para enojarme y reflexionar sobre el nivel de desgaste emocional que todo esto provoca. Sin embargo, mientras veía a tantos salvadoreños —cansados, sí, pero aún así con una sonrisa — no pude sino admirar esa resiliencia extraordinaria.
La problemática de la carretera Los Chorros no es nueva. Desde los tiempos de la colonia, esta ruta ha conectado San Salvador con el occidente del país, inicialmente como el “Callejón del Guarumal”. Con el tiempo, se transformó en un tramo esencial de la Panamericana, y una de las principales vías nacionales desde la década de 1930. Sin embargo, su vulnerabilidad ha sido constante: pendientes pronunciadas, suelos inestables y exposición a sismos y lluvias intensas. En pocas palabras, ya varios siglos han pasado desde su creación y seguimos, literalmente, tropezando con la misma piedra. A mis 38 años recuerdo varios cierres de esta ruta. En el 2001 colapsó por los terremotos, y han habido incontables tormentas como la tormenta tropical stan o la depresión e -12 que han causado su cierre permanente.
Es justo reconocer que el gobierno actual ha impulsado un proyecto ambicioso: la ampliación de Los Chorros y la construcción de un viaducto, adjudicado en 2023 con una inversión de $372 millones . Sin embargo, los resultados hasta ahora no han estado a la altura: derrumbes, cierres prolongados, y lamentablemente, pérdidas humanas. Es un avance, sí, pero uno que ha llegado tarde y que, tristemente, refleja como nación una falta estructural de planificación a largo plazo.
La crisis en Los Chorros es apenas la punta del iceberg. El Área Metropolitana de San Salvador (AMSS), que aglutina 28 distritos y concentra el 28.38% de la población nacional, se ha convertido en una olla de presión urbana. Todas las entradas colapsan: Los Chorros, Redondel Integración, Bulevar Constitución, Bulevar del Ejército, la ruta hacia el aeropuerto y la ruta hacia Surf City. En época de lluvias, el escenario empeora hasta volverse una pesadilla cotidiana.
Cada día, miles de salvadoreños pierden horas productivas atrapados en el tráfico. Se estima que un ciudadano del AMSS puede perder hasta seis horas diarias en congestionamientos, afectando no solo su productividad laboral sino también su bienestar mental, su tiempo familiar, su salud física y su calidad de vida. No estamos hablando solo de un costo económico. Estamos hablando de un costo humano, profundo y silencioso, que erosiona nuestra sociedad día tras día. Se imaginan lo que significa estar atrapados en el carro más de 6 horas al día solo para recorrer cuando mucho 25 kilómetros.
La concentración de servicios, escuelas, colegios, universidades, hospitales, restaurantes, oficinas y oportunidades de empleo en San Salvador genera una migración forzada diaria hacia la capital. Y es ahí donde está el nudo de este problema: no es normal —no debería serlo— que todo esté en San Salvador. Que si quieres estudiar en una buena universidad, tienes que venir a San Salvador. Que si quieres llevar a tus hijos a un colegio o escuela de calidad, tienes que venir a San Salvador. Que si quieres salir a un buen restaurante, ir al médico, tramitar en una institución de gobierno, asistir a un concierto, trabajar en una empresa grande o buscar una vivienda digna y segura, todo esté en San Salvador.
Esta sobre-concentración es una bomba social de tiempo. El país entero gravita hacia una ciudad que ya no da abasto. ¿Y el resto del país qué? ¿Dónde quedan los jóvenes de La Unión, los emprendedores de Ahuachapán, las madres solteras de San Vicente, los agricultores de Usulután? ¿No merecen ellos también acceso a salud especializada, educación de calidad, cultura y esparcimiento sin tener que recorrer decenas de kilómetros diariamente? Es hora de pensar en serio en cómo redistribuir las oportunidades.
En educación, la situación es aún más dolorosa. Es dramático —no hay otra palabra— que un niño de 4 años tenga que levantarse a las 3:00 a.m. para poder llegar al kinder a las 7:00 a.m. Que una madre o un padre tengan que acompañarlo, cruzando zonas peligrosas, bajo lluvia o en la penumbra del amanecer. ¿Cómo pretendemos que nuestros niños rindan académicamente si llegan agotados, habiendo pasado más horas en el tráfico que en el aula? La educación presencial es clave, sí, pero también debe ser accesible. Necesitamos colegios y escuelas de calidad fuera de San Salvador. Instituciones completas, modernas, seguras, con maestros bien formados y pagados.
La virtualidad puede apoyar, pero no debe sustituir el contacto humano, la formación emocional y social que se da en el aula. Pensar que con una tablet se resuelve la desigualdad es un espejismo. Asegurar el acceso a centros educativos de excelencia en zonas regionales no es solo un tema de infraestructura: es una obligación moral. Es justicia, es equidad, es visión de país.
Debemos pensar en políticas públicas audaces y con visión de país. Incentivar el teletrabajo no debería ser solo una medida de emergencia o moda temporal: es una herramienta potente para descongestionar ciudades, mejorar la calidad de vida y reducir la huella ambiental. Empresas públicas y privadas pueden adoptar modelos híbridos, donde al menos un porcentaje de los empleados trabaje desde casa varios días a la semana. Esto ya se hace con éxito en otros países y puede tener un impacto inmediato en el tráfico.
En paralelo, urge mejorar radicalmente el sistema de transporte público, que hoy es obsoleto, caótico, poco seguro y, en muchos casos, indigno. Un país no puede desarrollarse si su gente se moviliza en condiciones precarias. Necesitamos buses modernos, rutas organizadas, horarios cumplidos y tarifas accesibles. Apostar por trenes de cercanías o proyectos de movilidad eléctrica también debe estar en la conversación, no como promesas futuras sino como compromisos concretos.
Por otro lado, debemos estimular con seriedad —y no solo con discursos— la inversión empresarial fuera de la capital. El Estado puede ser un facilitador a través de incentivos fiscales, mejores condiciones logísticas y acompañamiento para la creación de clústeres regionales. ¿Por qué no ofrecer beneficios a las empresas que abran oficinas en Santa Ana, San Miguel o Sonsonate? ¿Por qué no descentralizar las decisiones, permitiendo que las regiones gestionen sus recursos con autonomía?
También urge descentralizar los servicios estatales. Que una persona de Morazán o de La Paz no tenga que viajar a San Salvador para hacer un trámite en Hacienda, en la ANDA o en el ISSS. La digitalización es parte de la solución, pero también lo es la apertura de sedes regionales con personal calificado.
Y sí, aunque sea incómodo, también deberíamos abrir el debate sobre restricciones inteligentes a la circulación o adquisición de vehículos particulares. ¿Es sostenible que en un país tan pequeño haya más de 1.6 millones de carros circulando, muchos de ellos con una sola persona a bordo? ¿Es justo que quien puede comprar varios autos termine ocupando más espacio físico y contribuyendo más al caos sin ninguna regulación? Este tipo de debates ya se han dado en muchas ciudades del mundo: desde peajes urbanos hasta limitaciones por número de placa. No se trata de prohibir, sino de racionalizar.
Pensar en soluciones reales implica tocar temas complejos, pero necesarios. Y sobre todo, implica dejar de postergar lo urgente.
Reconozco los esfuerzos recientes, especialmente en infraestructura y movilidad, que por primera vez en décadas muestran una intención real de cambiar el rumbo. Valoro que se estén haciendo inversiones de gran escala, que se hable de teletrabajo, que se ensayen modelos nuevos. Pero la tarea sigue siendo monumental. La crítica que planteo no busca destruir: busca construir. Porque construir un país más humano, más equilibrado y más sostenible comienza precisamente por atreverse a imaginarlo diferente.
San Salvador no puede seguir siendo un embudo donde convergen, a diario, las frustraciones y esperanzas de todo un país. Merecemos más. Y sobre todo, nuestros niños, nuestros trabajadores, nuestros estudiantes, nuestros padres y nuestras madres merecen algo mejor que perder su vida en un interminable mar de luces rojas.
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