La elección de Prevost rompe no solo una tradición geográfica, sino también política. Por décadas se consideró improbable que el Vaticano eligiera a un estadounidense, temiendo la imagen de una Iglesia subordinada a una superpotencia mundial. Pero la historia no entiende de imposibles. La elección de Prevost —tras solo dos días de cónclave— no fue un acto de ruptura, sino uno de equilibrio.
A sus 69 años, León XIV representa una figura de síntesis: estadounidense de nacimiento, latinoamericano de corazón, y vaticanista de trayectoria. Su voz resuena entre las esperanzas del sur y las tensiones del norte, y su nombre —León XIV— evoca una continuidad con aquel León XIII que tendió puentes entre la Iglesia y el mundo obrero de fines del siglo XIX. Si hay un mensaje aquí, es claro: justicia social, diálogo global, y una fe con los pies en la tierra.
En Chicago, las campanas repicaron. En Chiclayo, Perú, donde fue obispo y ciudadano adoptivo, las calles se llenaron de alegría. Allí no era “el cardenal Prevost”, era simplemente “Bob”, el hombre que cargaba sacos de arroz en inundaciones, que hablaba con todos, que escuchaba más de lo que hablaba. Ese mismo Bob, con su paraguas negro bajo la lluvia romana, pasó por una cena con amigos días antes del anuncio. No por protocolo, sino por cariño.
“Mi hermano no es de los que buscan poder”, dijo John Prevost desde Illinois. “No lo soñaba. Pero cuando uno sirve desde el corazón, el mundo lo ve.”
Los que lo conocen destacan su reserva, su falta de ambición, su humanidad. Sin embargo, bajo esa modestia, se percibe una firmeza inquebrantable. No es un Papa que grite, pero tampoco uno que se calle. Las divisiones dentro de la Iglesia, los retos del mundo moderno —desde la inteligencia artificial hasta las migraciones masivas— ya encuentran en él a un pastor dispuesto a caminar entre las sombras, no desde la torre de marfil.
El nombre León XIV no es casualidad. Es una brújula. Como su antecesor homónimo, este nuevo Papa parece querer asumir un papel entre épocas: ni una Iglesia encerrada en sí misma, ni una rendida a las modas del momento. Una Iglesia que escucha, que acompaña, que toca las heridas del mundo con las manos sucias de barro, no con guantes de seda.
En su primer discurso, León XIV habló de paz. Rezó el rosario. Miró más allá de las fronteras. Fue un mensaje para todos, pero especialmente para quienes han sentido que la Iglesia los ha olvidado. Y quizá eso sea lo más revolucionario de todo: no el país de origen del Papa, sino su forma de mirar.
Porque si algo queda claro es que no llegó hasta aquí para ser una figura decorativa. Como dijo su hermano: “No se va a quedar callado si algo necesita decirse”. Y eso, en estos tiempos, es más raro —y más valioso— que nunca. Al Papa le queda un largo camino por recorrer, y a nosotros seguir expectantes de sus primeras acciones.
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