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El último pastor

Jorge Mario Bergoglio, que murió al filo de esta Semana Santa a los ochenta y nueve años, fue quizás el último Papa verdaderamente humano. O al menos, el único que pareció entender que ese debía ser su principal ministerio: encarnar lo humano en medio de lo divino. Desde el día en que apareció en el balcón de San Pedro con cara de abuelo cansado —y no de emperador romano— hasta sus últimos días en la silla de ruedas, Francisco habló como si los cielos no fueran suyos sino una responsabilidad.
21 abril, 2025
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Fue el primer Papa jesuita, el primer Papa latinoamericano, el primer Papa que se llamó Francisco y que no vivió en el Palacio Apostólico. También fue el primer Papa que supo que el poder pesa más cuando se lleva liviano, que los símbolos pueden gritar más que los dogmas. Hablaba de pobres, vivía con pocos lujos. Denunció a las mafias, a los corruptos, a los hipócritas con mitra. Fue amado por muchos y acusado por otros tantos de traicionar las formas, cuando en realidad solo estaba recordando el fondo: que el cristianismo —ese conjunto de historias— nació para abrazar y no para juzgar.

Francisco no cambió la doctrina, pero sí cambió el clima. Y el clima, como ya sabemos, lo cambia todo. Aceptó a los homosexuales —no por modernidad, sino por misericordia—, pidió perdón por los abusos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia —no con tibieza burocrática, sino con vergüenza explícita—, y habló del cambio climático, de la migración, de la guerra, como si fueran asuntos de fe. Porque lo eran.

Tal vez por eso, y a pesar de eso, lo amaron más fuera que dentro. Los cardenales de siempre lo miraron con sospecha, los fieles de a pie lo siguieron con ternura. Francisco fue el líder espiritual de miles de millones, pero hablaba como si estuviera en la cocina con una taza de mate. Su acento porteño, su forma de bajar la voz para confesar algo, su afición por el fútbol y los tangos de Gardel: todo en él recordaba que no venía de un Olimpo sino de Flores, un barrio.

Fue, a su modo, un revolucionario sin alardes. No dejó encíclicas incendiarias ni nuevas doctrinas. Dejó gestos: lavar los pies de migrantes musulmanes en Jueves Santo, abrazar a un niño con parálisis en medio de una homilía, llamar por teléfono a una víctima de abuso, salir del Vaticano para ir a comer pizza. Gestos que, en una institución de mármol y solemnidad, son más subversivos que cualquier panfleto.

Ahora que ha fallecido, muchos lo llaman “el Papa del pueblo”. Quizás sea más justo decir que fue un Papa que no olvidó que el pueblo existe. Que hay hambre, y frío, y carne que duele. Que la fe sin justicia es solo escenografía. Francisco habló muchas veces de ternura. “No tengamos miedo de la ternura”, dijo. Y al hacerlo, recuperó una palabra que parecía expulsada de la historia.

Hoy que ha muerto, no faltan quienes ya piensan en su legado, en el próximo cónclave, en las luchas de poder que vendrán. Pero hay algo que no se mide con votos ni con fumatas: la dignidad de haber sido, simplemente, un hombre que trató de hacer el bien. Uno que creyó, quizás ingenuamente, que la Iglesia podía volver a parecerse a Jesús.

Y eso, en estos tiempos, es casi un milagro.

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