Fotografía: M. Nagle/Getty Images

El imperio del ruido: cómo Trump desquició los mercados mundiales

La historia de la economía mundial suele escribirse en márgenes estrechos: los del poder, la especulación y la incertidumbre. Desde enero de 2025, esos márgenes se han convertido en un campo de batalla desquiciado. Al centro: el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca y su obsesión con el proteccionismo arancelario como si fuera una religión revelada en los años treinta. Los mercados, esos organismos volubles que respiran miedo y euforia, no han tardado en reaccionar. Y lo han hecho con furia.
23 abril, 2025
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El S&P 500, termómetro clásico del capitalismo estadounidense, se ha desplomado más de un 12 % en lo que va del año. El Nasdaq, enamorado del crecimiento perpetuo, cayó un 18 %. Wall Street está ardiendo, y no hay agua en la Reserva Federal que logre calmar el fuego. Lo que parecía ser un ajuste natural —tras dos años de subidas extraordinarias— se ha convertido en una hemorragia que expone el miedo estructural del mercado: la imprevisibilidad del poder.

La guerra comercial desatada por Trump no es solo un gesto ideológico, es un acto de fe. Cree —como todo populista económico— que los aranceles curan las heridas de la desigualdad sin importar que dejen cicatrices en la estabilidad global. Los anuncios se suceden como misiles: impuestos al acero, a la maquinaria china, al litio latinoamericano. Y en cada declaración, los analistas reescriben sus proyecciones con tinta roja.

El FMI, ese barómetro de lo que ya se hundió, advirtió en su último informe de estabilidad financiera que los riesgos geopolíticos —guerras, sanciones, conflictos comerciales— se han convertido en el eje de la volatilidad global. Traducido: los mercados ya no se mueven por fundamentos, sino por tuits. Y Trump lo sabe.

Los “valores refugio” tradicionales, como los bonos del Tesoro y el dólar, se han fracturado. La deuda estadounidense —esa catedral del ahorro internacional— ya no garantiza seguridad. Los rendimientos del bono a diez años oscilan con el temblor de la inflación y la ansiedad de los bancos centrales. El dólar, fatigado por las contradicciones de la política fiscal, se deprecia un 9 % frente a las principales divisas. ¿El único activo que sobrevive con dignidad? El oro. Ese símbolo medieval de riqueza ha roto récord tras récord, superando los 3.500 dólares por onza. En épocas de incertidumbre, hasta los algoritmos creen en la alquimia.

El petróleo, termómetro geopolítico por excelencia, cae no por abundancia sino por miedo: el crudo Brent bajó un 13 % y el WTI casi un 14 %. Las economías del norte compran menos gasolina, las del sur venden menos energía. La recesión —ese espectro que se niega a desaparecer— asoma la cabeza tras cada arancel nuevo.

Y luego está Bitcoin. Ese otro oro, pero digital, ha pasado de los 109.000 dólares en enero a menos de 75.000 en abril. En un mundo desanclado, ni siquiera la fantasía cripto logra ofrecer asilo.

Trump, convertido en profeta del desorden, ha tomado los mercados como rehén. Ha firmado incluso una orden ejecutiva para crear una “reserva estratégica de Bitcoin”, como si la moneda virtual pudiera redimir el déficit comercial de una superpotencia. Pero los mercados no rezan. Reaccionan. El problema es que ya no saben hacia dónde correr.

La guerra comercial, como todas las guerras modernas, no tiene trincheras. Tiene pantallas, algoritmos, operadores desvelados. Y tiene consecuencias. Mientras el mundo espera claridad, lo único claro es esto: el ruido se ha vuelto política económica. Y el silencio, un lujo que los mercados ya no pueden permitirse.

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