Carney llega al poder en un momento que nadie en Ottawa se atreve a llamar normal. La campaña no giró en torno a salud, vivienda o inflación, sino a una amenaza más elemental: la de seguir siendo Canadá. Trump —otra vez Trump— se convirtió en el adversario más presente. Con su estilo brutal, el presidente estadounidense volvió a sugerir que Canadá sería más útil como un estado 51. Y esta vez, nadie se rió.
Fue ahí donde Carney construyó su discurso: firmeza, experiencia, soberanía. “Estados Unidos quiere nuestra tierra, nuestros recursos, nuestra agua, nuestro país”, dijo la noche del lunes, con el rostro duro de quien sabe que las crisis no se resuelven con sonrisas. “Eso nunca… jamás sucederá”. El auditorio estalló. No era retórica: era defensa.
Nacido en los márgenes del poder político, Carney pasó de ser banquero en Londres a gobernador del Banco de Canadá. Hizo carrera en la élite financiera sin que se le conociera una sola postura partidaria. Hasta ahora. En menos de dos meses, heredó de Justin Trudeau un partido en caída libre, se desmarcó de sus errores —como el impuesto al carbono—, y ofreció algo elemental: liderazgo frío ante un enemigo caliente.
Su contrincante, Pierre Poilievre, era el favorito. Tenía el voto rural, el enojo urbano y los titulares. Pero en política, como en boxeo, no basta con pegar fuerte: hay que resistir el último asalto. Y Carney resistió. Poilievre incluso perdió su escaño en Carleton, Ontario, frente a un liberal poco conocido. Una derrota simbólica y rotunda.
El resultado no sólo redibuja el tablero canadiense, sino que reactiva el mapa del G7. Emmanuel Macron felicitó a Carney como representante de un “Canadá fuerte”, mientras en Washington, Trump todavía no ha llamado. Sí publicó, en cambio, otro mensaje provocador: “Nuestro norte es nuestro”. Una frase que, en la era del gas, el agua y el litio, suena menos como broma y más como advertencia.
Afuera del centro de convenciones en Ottawa, una mujer de 72 años, Dorothy Goubault, lo resumió mejor que muchos analistas: “Trump es un hombre de negocios. Carney también. Tal vez se entiendan”. Esa expectativa —de que Carney sepa negociar como se negocia en Wall Street— fue central en su victoria. Ya no se trata sólo de gobernar. Se trata de no ser comprado.
La salida de Trudeau, cansado y erosionado, permitió esta reinvención liberal. El 6 de enero, cuando anunció su renuncia, los conservadores estaban 20 puntos arriba. Hoy, su sucesor celebra. No porque el país esté bien, sino porque está menos mal que la alternativa.
Carney no tendrá luna de miel. No hay mayoría absoluta. No hay margen de error. Pero sí tiene algo que vale más: un mandato nacido del miedo, de la defensa y de la promesa de no entregarse. Canadá, al menos por ahora, sigue siendo suyo.
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