Brooker no llega a sorprendernos con nuevas distopías, pero eso es lo interesante. La temporada nos ofrece una narrativa más compacta, casi introspectiva, menos dependiente de los giros espectaculares que definieron otros momentos de la serie. Aquí, todo parece mucho más cercano, incluso familiar, casi incómodo. Hay algo en la reaparición de ciertos elementos —esos detalles que se repiten como sombras— que nos dice todo lo que necesitamos saber. No es solo nostalgia. Es un reflejo del círculo vicioso en el que estamos atrapados. Un futuro que no nos invita a escapar, sino a enfrentarlo de nuevo, con una claridad desconcertante.
La crítica celebra el regreso. El público también. La serie, dicen, ha recuperado su forma: más cerca de las temporadas 3 y 4, donde el daño era quirúrgico y el malestar no tenía moraleja. Esta vez, al menos tres episodios —Eulogy, la segunda parte de USS Callister y Common People— se acercan al canon de lo mejor de la serie. Brooker firma todos los guiones. El tono es más británico, menos recargado, más claro.
La temporada carga con referencias a San Junipero, el episodio que no solo definió una de las más bellas visiones de lo que podríamos llamar “felicidad digital”, sino que se volvió un ancla emocional en el universo de Black Mirror. Casi todos los episodios de esta nueva entrega incluyen guiños a esa utopía rota: desde anuncios de Tuckersoft, el estudio de videojuegos que trajo al mundo Bandersnatch, Striking Vipers y Multis, hasta la mención recurrente de Space Fleet, la obsesión de Robert Daly en USS Callister. Lo que antes parecían elementos dispersos de un universo cerrado ahora son las piezas de un todo fracturado. Los personajes se mueven por un paisaje que ya no es solo el presente, sino el eco de todo lo que hemos visto antes, reflejándose una y otra vez.
El nombre Ditta aparece también como la empresa que crea los Honey Nugs que involuntariamente Amanda promociona. Y no es una coincidencia: esa mezcla de lo banal con lo perturbador es un sello de la temporada. En Common People, los protagonistas pasan frente a un cine donde se proyecta Hotel Reverie, otro guiño al pasado, una reverencia a lo que alguna vez fue un futuro prometedor. ¿Y qué decir de Bernies —¿o era Barnies?—, el restaurante recurrente en episodios como White Christmas o Joan Is Awful? Esta temporada está repleta de estos momentos de desconcierto, de conexiones sin resolver, de pequeños recuerdos agridulces. Los huevos de pascua no son solo un juego: son la metáfora de nuestra propia relación con la tecnología. Ya no buscamos respuestas. Buscamos rastros. Señales de que todo lo que temíamos ya está ocurriendo.
Siete temporadas son un hito para cualquier serie moderna. Aunque Black Mirror ha sido un viaje lento, en cada paso ha dejado claro que su perdurabilidad no se debe a la espectacularidad, sino a su capacidad para profundizar en las grietas de nuestra relación con la tecnología. La séptima temporada, aunque apenas ha llegado, ya ha sido bien recibida por la crítica y ha conseguido la lealtad de un público que, como siempre, se pregunta qué tan cerca estamos de convertirnos en los personajes de estas historias.
Aún no sabemos si habrá una octava entrega, y con Black Mirror, eso es lo de menos. Como suele ocurrir, las temporadas se anuncian con calma, y Brooker, al ser el maestro de lo antológico, no tiene prisa. Cada historia es un microcosmos de desesperanza y reflexión que nos obliga a detenernos. Así que, mientras cruzamos los dedos esperando más episodios, podemos seguir disfrutando de lo que nos ha dado esta temporada. Y tal vez, desde el sofá, mirarnos a través de ese espejo, preguntándonos: ¿cuándo será nuestro turno?
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